Posteado por: diariodelgallo | abril 23, 2008

LIBROS, YO FUI UNA DE ESAS AFORTUNADAS

María del Rosario Molina

Algunas personas han tenido la buena suerte de nacer de padres lectores que les inculcaron el amor a los libros y yo fui una de esas afortunadas.

En mi casa había una gran biblioteca, tan grande que las librerías no cabían en el cuarto destinado a ese fin, y algunas estaban dispersas por los dormitorios, los corredores donde la lluvia no salpicaba, el comedor y hasta el garaje. Por cierto, “libreras” es un mexicanismo para referirse a los dichos muebles, aunque sí se llaman “libreras” las mujeres que venden libros.

Estaban todavía los textos en que estudiaron mi bisabuelo médico y mi abuelo abogado, la colección de las vidas de todos los santos, incluidas las once mil vírgenes, de Mamita, mi bisabuela, las novelas rosa de una tía abuela cursi hasta el tuétano y otra cantidad de volúmenes obsoletos de los que salió papá cuando nos trasladamos a una casa más pequeña, amén de las colecciones de bolsillo cuya letra era ilegible por pequeña, que repuso con ediciones de mejor calidad, por ser de buenos autores.

Había libros, que desde luego conservo, de filosofía, teología, sociología, historias universales, políticas, del arte, de la iglesia, del traje, de la vida cotidiana en las civilizaciones antiguas, y un largo etcétera. Las obras literarias superaban en cantidad a las otras: poesía, narración y teatro de todas las épocas y lugares del mundo en español, inglés, francés, italiano y portugués. De todas esas librerías tenía, desde muy niña, permiso para leer los libros, excepto los de una que expresamente me estaba prohibido abrir, advertencia que sobraba, pues estaba cerrada con llave.

Por ahí por los doce años se apoderó de mí una curiosidad perversa y, pegando la nariz al vidrio del mueble, leía los títulos: Las mil noches y una noche, traducidas por Mardrus del árabe al francés y por Blasco Ibáñez del francés al español, La doncella de Voltaire, Los cuentos de Chaucer, El Decamerón de Boccaccio, La reliquia y El crimen del padre Amaro de Eca de Queiroz, y no pocos otros de los que habían figurado un día en el Index Librorum Prohibitorum, castrador absoluto de la libertad de pensamiento y expresión, y enemigo del avance de las ciencias.

El día en que logré escamotearle las llaves a papá dejé quitado el pestillo en la librería prohibida. Escondidos en uno de los grandes tomos de La Divina Comedia editada por Montaner y Simon e ilustrada por Gustavo Doré, abierto frente a mí, leí a mis anchas muchos de esos libros. Mis padres entraban en mi cuarto y me veían absorta en la lectura de Dante. Cuando ya casi llevaba leídos todos, mi mamá, muy católica, me encontró leyendo El origen de las especies de Charles Darwin y puso el grito en el cielo. Hasta quiso mandarme a un colegio de monjas, pero a papá, librepensador igual que mi abuelo, el asunto no lo preocupó y me apodó “simia” por un tiempo.

Cuando heredé la biblioteca decidí que jamás le echaría llave a ninguna librería.


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